¡Nuestra Señora Aparecida¡
En este momento tan solemne, tan excepcional,
quiero abrir ante Vos, oh Madre,
el corazón de este pueblo, en medio del cual
quisisteis morar de un modo tan especial
-como en medio de otras naciones y pueblos-
así como en medio de aquella nación
de la que yo soy hijo.
Deseo abrir ante Vos el corazón de la Iglesia
y el corazón del mundo al que esa Iglesia
fue enviada por vuestro Hijo.
Deseo abriros también mi corazón.
¡Nuestra Señora Aparecida!
¡Mujer revelada por Dios,
que habríais de aplastar la cabeza de la serpiente
(cf. Gén 3, 15) en vuestra Concepción Inmaculada!
¡Elegida desde toda la eternidad
para ser Madre del Verbo Eterno,
el cual, por la Anunciación del ángel,
fue concebido en vuestro seno virginal
como Hijo del hombre y verdadero hombre!
¡Unida más estrechamente al misterio
de la Redención del hombre y del mundo
al pie de la cruz, en el calvario!
¡Dada como Madre a todos los hombres,
sobre el calvario, en la persona de Juan,
Apóstol y Evangelista!
¡Dada como Madre a toda la Iglesia,
desde la comunidad que se preparaba
a la venida del Espíritu Santo,
la comunidad de todos los que
peregrinan sobre la tierra,
en el transcurso de la historia
de los pueblos y naciones,
de los países y continentes,
de las épocas y de las generaciones!…
¡María! ¡Yo os saludo y os digo “Ave”
en este santuario donde la Iglesia de Brasil os ama,
os venera y os invoca como Aparecida,
como revelada y dada particularmente a él!
¡Como su Madre y su Patrona! ¡Como Medianera
y Abogada junto al Hijo de quienes sois Madre!
¡Como modelo de todas las almas poseedoras
de la verdadera sabiduría y, al mismo tiempo,
de la sencillez del niño
y de esa entrañable confianza
que supera toda debilidad y sufrimiento!
Quiero confiaros de modo especial a este pueblo
y esta Iglesia, todo este Brasil, grande y hospitalario,
todos estos vuestros hijos e hijas,
con todos sus problemas y angustias,
trabajos y alegrías.
Quiero nacerlo como Sucesor de Pedro
y Pastor de la Iglesia universal,
entrando en esa herencia de veneración y amor,
de dedicación confianza que, desde hace siglos,
forma parte de la Iglesia de Brasil
y de cuantos la componen,
sin mirar las diferencias de origen,
raza o posición social
y en cualquier parte que habiten
de este inmenso país.
Todos ellos, en este momento,
mirando hacia Fortaleza, se interrogan:
¿a dónde vais?
¡Oh Madre! ¡Haced que la Iglesia
sea para este pueblo brasileño
sacramento de salvación y signo de la unidad
de todos los hombres, hermanos y hermanas
de adopción de vuestro Hijo,
e hijos del Padre celestial!
¡Oh Madre! Haced que esta Iglesia,
a ejemplo de Cristo,
sirviendo constantemente al hombre,
sea la defensora de todos,
en especial de los pobres y necesitados,
de los socialmente marginados y desheredados.
Haced que la Iglesia de Brasil
esté siempre al servicio
de la justicia entre los hombres
y contribuya al mismo tiempo al bien común
de todos y a la paz social.
¡Oh Madre! Abrid los corazones de los hombres
y haced que todos comprendan
que solamente en el espíritu del Evangelio
y siguiendo el mandamiento del amor
y las bienaventuranzas del sermón de la montaña,
será posible construir un mundo más humano,
en el que sea valorada verdaderamente
la dignidad de todos los hombres.
¡Oh Madre! Dad a la Iglesia,
que en esta tierra brasileña realizó en el pasado u
na gran obra de evangelización
y cuya historia es rica de experiencias,
que realice sus tareas de hoy con nuevo celo
y amor por la misión recibida de Cristo.
Concededle, a este fin, n
umerosas vocaciones sacerdotales y religiosas,
para que todo el Pueblo de Dios pueda beneficiarse
del ministerio de los dispensadores de la Eucaristía
y de las que dan testimonio del Evangelio.
¡Oh Madre! ¡Acoged en vuestro corazón
a todas las familias brasileñas!
¡Acoged a los adultos y a los ancianos,
a los jóvenes y a los niños!
¡Acoged también a los enfermos
y a quienes viven en soledad!
¡Acoged a los trabajadores del campo y de la industria,
a los intelectuales en las escuelas y universidades,
a los funcionarios de todas las instituciones!
Protegedles a todos.
¡No dejéis, oh Virgen Aparecida,
por vuestra misma presencia,
de manifestar en esta tierra
que el amor es más fuerte que la muerte,
más poderoso que el pecado!
No dejéis de mostrarnos a Dios,
que amó tanto al mundo
hasta el punto de entregarle su Hijo Unigénito,
para que ninguno de nosotros perezca,
sino que tenga la vida eterna (cf. Jn 3, 16).
Amén.
Aparecida, Brasil, 4 de julio de 1980
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