Dame, Señor, un hijo que sea lo bastante fuerte
para saber cuándo es debil y lo bastante valeroso
para enfrentarse consigo mismo cuando sienta miedo:
un hijo que sea orgulloso e inflexible en la derrota honrada,
y humilde en la victoria.
Dame un hijo que nunca doble la espalda
cuando deba erguir el pecho;
un hijo que sepa conocerte a ti... y conocerse a sí mismo, que es la piedra fundamental de todo conocimiento.
Condúcelo, te lo ruego, no por el camino cómodo y fácil,
sino por el camino áspero aguijoneado
por las dificultades y los retos.
Allí déjalo aprender a sostenerse firme en la tempestad
y a sentir compasión de los que fallan.
Dame un hijo cuyo corazón sea claro
y cuyos ideales sean altos;
un hijo que se domine a sí mismo
antes de que pretenda dominar a los demás;
un hijo que aprenda a reír, pero que también sepa llorar;
un hijo que avance hacia el futuro,
pero que nunca olvide el pasado.
Y después que le hayas dado eso, agrégale,
te suplico, suficiente sentido de buen humor,
de modo que pueda ser siempre serio,
pero que no se tome a sí mismo demasiado en serio.
Dale humildad para que pueda recordar siempre
la sencillez de la verdadera grandeza,
la imparcialidad de la verdadera sabiduría,
la mansedumbre de la verdadera fuerza.
Entonces, Señor, yo, su padre, me atreveré a decirte:
"Gracias porque mi vida no ha sido vana".
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